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sábado, 4 de agosto de 2012

Ramiro.


A Ramiro no le dejaron salir del coche cuando en el accidente gritaba el nombre de alguien, o eso dijeron los miembros del equipo de auxilio, porque realmente el sonido que salía de su boca era totalmente inaudible.
Dijeron que tenía las manos ensangrentadas, los pies enjutos con fracturas múltiples y la piel, repleta de cortes por los cristales de las ventanillas, o eso dijeron en el atestado.  El cabello rubio de Ramiro parecía una pasta sólida de sangre reseca mezclada con olor a miedo que desprendía su camisa abierta en tres botones, que descubría una ínsula de arañazos minúsculos como trazos de odio en su piel de papel.
Ramiro conducía un BMW blanco, convertido en una acordeón simétrico y no había más acompañante que una maleta a cuadros con dos ruedas y un Made in China tan grande como una cebolla de temporada.
En el entierro de Ramiro, su desconsolada esposa, su suegra y su cuñado, ese que no dudó un segundo en limpiar a escondidas la caja de El Alquimista, lloraron como lloran los malos actores: sin lágrimas. Fui a despedirme por todas las que le debía, por todos los favores, por todos los silencios, como el que se queda conmigo y me perturba a golpe de martillo: Ramiro odiaba conducir y jamás tuvo un BMW blanco.