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jueves, 6 de junio de 2013

Derechos de autor.

Aparqué en doble fila como cada mañana. Me acerqué al Quiosco y ojeé como quien no quiere la cosa las portadas de los diarios. Y si, ahí estaba él en la mayoría de las portadas de los diarios. Nunca imaginé que pudiera observar con indiferencia sus ojos, perdidos en no sé qué punto extraño de una noche que a mí me pareció demasiado negra y oscura.

Lo peor fue cuando leí “detenida esposa por brutal crimen”. En vez de sentir una liberación absoluta algo golpeaba mi pecho con la precisión de un relojero suizo.
Al volver al vehículo respiré, encendí la radio y mis pensamientos se mezclaron con las ideas de los tertulianos de turno. Debería existir una ley de derechos de autor, incluso para los crímenes pasionales.

 
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domingo, 2 de junio de 2013

Federico dedos de oro.

Cuando sonó el teléfono Juan sabía perfectamente que una desgracia estaba a punto de llamar a la puerta. Siempre tuvo esas percepciones que a los demás sonaban extrañas y que dejó de comentar en público por ahorrarse comentarios ofensivos.
¿Don Juan Jiménez? Preguntaba una voz de mujer fumadora. Una voz mecánica acostumbrada a presentarse sin avisar y a dar malas noticias. Si yo soy yo dígame, dijo Juan esperando una mala noticia como quien espera el golpe de un martillo. Cuando acabó la narración, aún quedaba en su mente la imagen de Federico, compañero de trabajo y correrías encontrado en la cuneta de una carretera comarcal cercana con un dedo cortado, extrañamente, el único que no portaba ningún anillo de oro ostentoso que la víctima solía usar con mal gusto.

La mujer le comentó que encontraron el cadáver sin signos aparentes de violencia salvo un golpe certero en el cráneo que le provocó la muerte probablemente en otro lugar y que conocían la fama de juerguista y su afición a los prostíbulos de lujo y que no le extrañaba que alguien hubiera utilizado métodos más persuasivos para cobrar alguna deuda y que la cosa hubiera salido mal.

Juan recordó los 3.000 euros que a Federico palabras suyas, le salvaron la vida y a que a Juan casi le cuesta su vivienda. Recordó los ruegos, las súplicas y la indignación por ver pasar el tiempo y perdido su dinero. Recordó las mofas y los desaires y cuando la mujer le dijo si sabía algo y que no lo molestarían más dijo que no, que desgraciadamente no tenía ni idea.

Cuando colgó el teléfono aún mantenía  la angustia y la desazón de cinco horas antes. Su única preocupación ahora, era deshacerse de un dedo que parecía señalarle de por vida. El mismo dedo que le negó tantas veces lo que era suyo.