Cuando sonó el teléfono Juan sabía perfectamente que una
desgracia estaba a punto de llamar a la puerta. Siempre tuvo esas percepciones
que a los demás sonaban extrañas y que dejó de comentar en público por
ahorrarse comentarios ofensivos.
¿Don Juan Jiménez? Preguntaba una voz de mujer fumadora. Una
voz mecánica acostumbrada a presentarse sin avisar y a dar malas noticias. Si
yo soy yo dígame, dijo Juan esperando una mala noticia como quien espera el
golpe de un martillo. Cuando acabó la narración, aún quedaba en su mente la
imagen de Federico, compañero de trabajo y correrías encontrado en la cuneta de
una carretera comarcal cercana con un dedo cortado, extrañamente, el único que
no portaba ningún anillo de oro ostentoso que la víctima solía usar con mal
gusto.
La mujer le comentó que encontraron el cadáver sin signos
aparentes de violencia salvo un golpe certero en el cráneo que le provocó la
muerte probablemente en otro lugar y que conocían la fama de juerguista y su
afición a los prostíbulos de lujo y que no le extrañaba que alguien hubiera
utilizado métodos más persuasivos para cobrar alguna deuda y que la cosa
hubiera salido mal.
Juan recordó los 3.000 euros que a Federico palabras suyas,
le salvaron la vida y a que a Juan casi le cuesta su vivienda. Recordó los
ruegos, las súplicas y la indignación por ver pasar el tiempo y perdido su
dinero. Recordó las mofas y los desaires y cuando la mujer le dijo si sabía
algo y que no lo molestarían más dijo que no, que desgraciadamente no tenía ni
idea.
Cuando colgó el teléfono aún mantenía la angustia y la desazón de cinco horas antes.
Su única preocupación ahora, era deshacerse de un dedo que parecía señalarle de
por vida. El mismo dedo que le negó tantas veces lo que era suyo.
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